jueves, 27 de febrero de 2014
DESDE ARRIBA
Carmen miraba los coches pasar. Desde hacía un tiempo, aquello se había convertido en su pasatiempo favorito. Salía al balcón, se apoyaba en la barandilla y miraba hacia la calle desde su sexto piso.
Podía pasarse horas y horas mirando, observando, escudriñando. Y le daba igual seguir el trayecto de un coche, desde que asomaba por la esquina de arriba; que ver el desenlace de aquella pareja que discutía por Dios sabe qué estupidez.
Cualquier cosa, cualquier escena, cualquier situación, contaba con su curiosa mirada.
Comenzó a dar un repaso general al estado de su calle.
El barrendero, como cada día, limpiaba la acera mientras escuchaba música. A Carmen le gustaba. Al menos, desde su posición, parecía un chico guapo. Bueno, chico, lo que se dice chico, no era. Sus cuarenta años no se los quitaba nadie. Pero con ese cuerpo… no era el típico cuerpo Danone, con barra de chocolate y músculos trabajados. Más bien era flaquillo. Pero es que ese era el tipo de cuerpo que a ella le atraía.
La mujer no comprendía por qué, en estos últimos tiempos, se había puesto tan de moda eso de la metro sexualidad. Esa es otra. A ver por qué le llaman así. Qué tendrá que ver la velocidad con el tocino. En fin. El caso es que ese chico, bueno, ese hombre, le gustaba, al menos desde allí arriba.
Dejó de lado al barrendero y centró su mirada en una anciana que paseaba a su perro. Era un perro pequeño. No podía ser de otra manera. Carmen no se imaginaba a una mujer de aquella edad, sacando a pasear a un Pitbull. En nada que el animal oliera a una perra en celo, la mujer tendría todas las papeletas para terminar de bruces en el suelo.
No, este perro no era muy grande. Tampoco es que fuera una miniatura, como esos perros Chihuahua que apenas se ven. Éste algo sí se veía, al menos desde su sexta planta.
“Vaya, ya está el chucho estropeando la rueda de ese coche. Y la mujer ni se inmuta. ¿Para qué? Si nadie le dice nada…”
En ese momento, el hombre que está pasando al lado de la anciana, se queda mirando la escena. “¡Vamos! ¡Dile algo! ¿De qué tienes miedo, de qué te suelte al perro? Sí, eso, vete, vete… Cagado”.
Indignada, Carmen decidió entonces seguir los pasos de un joven que andaba con paso ligero. Iba bastante deprisa. Bueno, tampoco tanto. Lo justo para llegar a tiempo a algún sitio al que no se quiere llegar tarde. Quizás tuviera una cita con la chica rubia de la esquina de abajo. Aunque… ahora que la miraba mejor, muy rubia tampoco era. Más bien tenía el pelo color ceniza. Eso le pareció desde aquella altura.
“¡Bingo! Venga, ahora los dos besitos, para que nadie sospeche que en menos que canta un gallo, esos besitos terminarán siendo lametones en otros lugares del cuerpo. Ay señor, esta juventud...”
Cuando la pareja se perdió al doblar la esquina, los ojos de Carmen se posaron en el autobús que se acercaba calle abajo. Al pasar por debajo de su balcón, paró y comenzó a pitar. Y es que un coche le impedía el paso. El coche era el mismo que el día anterior estaba aparcado al lado del kiosco. ¿Era ese o era uno parecido? La mujer estaba en duda, como desde esa distancia no podía ver la matrícula…
El autobús continuaba pitando. Carmen se quedó mirando el techo o el capó o como se llame la parte de arriba de los vehículos.
Tenía una especie de recuadro en el centro. Era de color blanco y parecía una colchoneta. Eso parecía desde allí arriba.
En ese momento, una idea pasó por la cabeza de la mujer... ¿Qué se sentiría al saltar desde su balcón?
Carmen comenzó a imaginar… ¿Sentiría libertad mientras durara su vuelo?
Quizás sentiría miedo. Miedo a parecer ridícula. Seguro que Josefa, la del cuarto, la vería pasar delante de sus narices. Ella siempre estaba asomada al balcón. Con lo cotilla que era, daba por sentado que su hazaña se convertiría en la comidilla del barrio durante, al menos, dos semanas.
Cabría la posibilidad de saltar cuando ella desapareciera momentáneamente. Para eso tendría que esperar a las dos de la tarde, que es cuando abandona su puesto de guardia para ir a comer. Y ahora eran… las dos menos cinco. “Cinco minutitos Josefa, cinco minutitos y tu voluminoso cuerpo podrá engordar un poco más”.
El autobús seguía pitando y el dueño del coche no se dignaba en aparecer. “Ay que ver. La gente parece estar sorda. O eso, o tienen horchata en lugar de sangre. Porque vamos, dejar un coche en doble fila y no preocuparse de asomar la cabeza desde donde esté, para saber si es el suyo el que molesta…”
Carmen seguía mirando el techo del autobús y el recuadro central cada vez se parecía más a una colchoneta.
Quizás, si cayera justo encima, no se haría daño. Pero para eso debía tener buen ojo. Aunque ella era bastante buena en eso de la puntería. Desde que su hijo se trajo la diana que le dio su exmujer con el resto de sus cosas, había practicado bastante. Vamos, que se podía decir que casi, casi, podía competir en las liguillas del barrio. O sea, que por esa parte no habría problema. Sólo tendría que colocarse unos centímetros más hacia la derecha.
Comenzó a excitarse pensando en la hazaña que podría llevar a cabo. Estaría genial sentir la libertad de un pájaro, aunque solo fuera un instante.
Dos minutos para las dos.
El coche todavía en doble fila. Un paso hacia la derecha y posición correcta. La colchoneta llamándole. Josefa a punto de marcharse. El autobús bajo su balcón.
Los pies que no alcanzan para subirse a la barandilla. “Oh no”. Si se va a buscar una silla, cuando vuelva, habrá perdido la posición exacta. No pasa nada, se suelta un poquito el moño y utiliza una de las horquillas para marcar el lugar. “Perfecto”.
Rápidamente se dirige al comedor y saca al balcón una silla. No importa que esté tapizada. Se quita los zapatos y así no la mancha.
Las dos.
Josefa desaparece. Carmen se sube a la silla y coloca las manos en la barandilla.
Pone un pie sobre ésta. El derecho. Al ir a poner el pie izquierdo, se da cuenta de que un hombre sale corriendo de una tienda de veinticuatro horas. ¿Será el dueño del coche? Quizás aún le de tiempo. Apresuradamente, sube el otro pie a la barandilla y, al tratar de incorporarse, el peso del cuerpo le hace precipitarse hacia la calle. “Maldición”.
El cuerpo de Carmen, que ya no iba a caer justo encima de la supuesta colchoneta, rebota contra el toldo del tercer piso y choca contra un capó. Pero no el del autobús, sino el del coche que está aparcado a su lado.
Su cabeza magullada, se queda colocada de tal manera, que su cara queda justo a la altura de las ventanillas del autobús.
Los rostros de pavor de los pasajeros, fue lo último que vio antes de cerrar sus ojos.
Cuando los volvió a abrir, estaba tumbada en el suelo. De entre las cabezas que la rodeaban, Carmen adivinó la del barrendero.
“La verdad, me parecía más guapo desde allí arriba”.
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