domingo, 2 de marzo de 2014

GOLONDRINA (Prólogo de una vida)


 

Me llamaba Golondrina porque, según él, siempre estaba en las nubes. Y era cierto.
Yo soñaba despierta. Soñaba que volaba alto. De hecho, un día lo hice, abrí mis alas y comencé a volar.
Él se reía de mis l
ocuras, de mi entusiasmo, de mi afán por alcanzar el infinito.
Pero poco a poco, su risa fue enmudeciendo, dando paso a un silencio enmascarado por unos ojos melancólicos, sedientos de compañía.
Eso me entristecía, porque lejos de querer bajar a tierra donde él permanecía, sentía deseos de volar más alto. Porque yo no quería ser una golondrina. Quería ser un halcón.

A medida que alzaba el vuelo, le iba perdiendo de vista. Ya apenas distinguía su silueta, tantas veces abrazada por mí. Le echaba de menos, le echaba mucho de menos. Pero yo necesitaba volar, porque cada vez que mis alas acariciaban el viento, mi corazón se sentía en libertad.
Llegó un momento en que miré hacia abajo y ya no le vi. Sentí una gran desdicha, pues sabía que se había cansado de esperarme y se había marchado. Lo comprendí, ¿cómo no iba a hacerlo? Después de todo fui yo la que cambió. No podía esperar que él hiciera lo mismo si no lo sentía así.

Pasado un tiempo decidí descender mi vuelo y recorrer aquellos parajes que tantas veces habíamos disfrutado juntos. Necesitaba despedirme de él.
Por eso le busqué. Le busque durante mucho tiempo, pero no lo hallé. Entonces comencé a llorar. Porque en ese momento sentí más que nunca su ausencia. Y me pregunté si debería haber desoído a mi corazón, pero es que gritaba tan fuerte en mi pecho… Entre lágrimas pasé la noche, posada sobre una rama.

Cuando comenzó a despuntar el día, intenté levantar el vuelo, pero no pude. Mis alas estaban atrofiadas. En mi corazón sentí una carga y en mi mente una voz me susurró: “No eres un halcón, ni siquiera eres esa golondrina que solías ser. Ya nunca más volverás a volar”.
Caí al suelo, me precipité hacia la realidad, hacia la cruda realidad de miserias, tristeza y soledad. Pensé que aquel sería el precio que debía pagar por haber intentado desafiar a las leyes naturales. Que mi osadía bien valía aquel sentimiento de desamparo.
Miré hacia el cielo y vi una bandada de pájaros, un precioso grupo de golondrinas que teñían de negro el viento. Cómo me hubiera gustado alzar el vuelo y surcar los cielos junto a ellas…
Pero sabía que no podía, pues mi sitio era aquel en el que estaba y, por mucho que lo deseara, jamás volvería a volar.

Entonces, una voz me sobresaltó.
— ¡Ey, Golondrina!
¡Era él!, ¡Había vuelto! Comencé a buscarle.
— ¡Golondrina!— me repetía.
Pero yo no le veía. No le encontraba a mi alrededor.
— ¡Aquí arriba, Golondrina!
Miré hacia arriba y le vi, posado sobre una rama. Me alegré tanto de verle, que de un salto llegué junto a él. Con gran curiosidad le pregunté cómo había llegado hasta allí.
Él me contó que un día decidió intentar levantar el vuelo. Le costó muchísimo y estuvo tentado de rendirse en más de una ocasión, pero quería sentir la felicidad que yo sentía, siendo la Golondrina de la que se enamoró.
Por fin un día consiguió acariciar el viento, pero entonces yo comencé a volar más y más alto y ya no pudo alcanzarme. Sin embargo, no deseó volver a pisar la tierra, porque allí se sentía en libertad.

Me lo contaba y no me lo podía creer. Mientras yo me perdía a mí misma, descendiendo hasta el suelo, él había aprendido a volar.
Me sentí muy feliz y pensé que sería maravilloso compartir el cielo con él. Comprendí entonces que prefería seguir siendo una golondrina que compartía su pasión y su esencia, a ser un halcón que volaba muy alto, pero en soledad.
— ¿Volamos, Golondrina?— me preguntó, sonriendo.
Ambos comenzamos a acariciar las nubes, mientras que el grito de un halcón solitario hizo eco en el cielo.

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