jueves, 31 de octubre de 2013

GOLPES EN LA PUERTA

 
Despertó y no recordaba dónde se hallaba.
A su lado vio la fotografía que tan desgastada estaba, impregnada cos sus lágrimas de tristeza y agonía. La volvió a mirar y nuevamente comenzó a llorar.
Todos los días, desde hacía mucho tiempo, su vida transcurría en el ayer. Un ayer que no terminaba de formar parte del pasado. Un ayer en el que se consumía día tras día y noche tras noche.

Mientras se lamentaba una y otra vez, sumido en el infierno en el que se había convertido su vida, escuchó unos golpes en la puerta.
Se levantó y arrastrando los pies, consiguió llegar y abrir.
Cuando la vio se le heló la sangre, la respiración se le agitó y el corazón se le detuvo.
Allí estaba. Iba ataviada con una túnica negra, cuya capucha ocultaba su cara. Con su mano le hizo un gesto, invitándole a que le siguiera.
Presa del pánico, no pudo hacer más que arrodillarse y suplicar un poco más de tiempo.
-¿Más tiempo?- preguntó la muerte, sorprendida- hace mucho que me llamas en silencio.

miércoles, 30 de octubre de 2013

LA CONFESIÓN

 

Inmediatamente después de haberlo dicho, se arrepintió.
Debería haber mantenido la boca cerrada. Debería habérselo pensado dos veces antes de hablar. Pero no lo hizo. Conforme lo sintió, lo expresó.
Sabía bien cuál sería el resultado de aquella imprudencia, de aquella osadía.
Comenzó a imaginar cómo sería su vida a partir de ese momento. Ya no podría contar él, porque seguro que lo había perdido para siempre. Ya no habría más paseos matinales, ni más tardes de confesiones. Desaparecerían las noches mágicas, plagadas de vivencias compartidas...
Se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar. Allí mismo. En aquel parque. Entre la multitud.
En ese momento no le importaba lo que pensasen los demás de ella. Tan solo le importaba lo que pensara él. Y seguro que después de aquello, ya no querría seguir a su lado.
Sintió sus manos, descubriendo su rostro. Sus miradas se cruzaron. El corazón se le desbocó. Y tras un largo silencio, el más largo de toda su vida, escuchó su voz que decía: yo también te quiero.

lunes, 28 de octubre de 2013

UN DOMINGO CUALQUIERA




El día amaneció gris. Una buena masa de nubes cubría el cielo de la ciudad. A pesar de que la lluvia era inminente, el bochorno que abrazaba la urbe era casi insoportable.
Tardé algo más de la cuenta en levantarme.
La noche anterior la había pasado en duermevela debido al calor y me costó horrores salir de la cama.
Cuando puse los pies en el suelo y me desperecé, miré el reloj que había en mi mesita. Marcaba las ocho y media de la mañana. La verdad es que era algo temprano para levantarse, teniendo en cuenta que era domingo. Pero tenía muchas cosas que hacer, pues eso es lo que me había propuesto. Y es que, mi fuerza de voluntad es, con diferencia, la cualidad que más admiro de mí misma.
Me puse a enumerar todo lo que quería llevar a cabo.
-Dar un paseo.
-Limpiar el coche.
-Visitar a mis abuelos.
-Poner la lavadora.
-Limpiar la casa.
-Preparar un pastel.
-Hacerme la manicura.
-Ver una película.
-Quedar con mi amiga.
-Llamar a mi padre.

Enseguida me di cuenta de que si quería hacer todo aquello, me faltarían horas. Entonces fui descartando actividades.
Las primeras a las que renuncié, ya que era domingo y por lo tanto mi único día de descanso, fueron las que implicaban un esfuerzo moral. Las que no me apetecía hacer, vamos.
Así, decidí no ir a limpiar el coche. A parte de que no me gustaba nada, creía que mis esfuerzos serían infructuosos, pues seguro que iba a llover. No. Al coche no le importaría acumular algo más de suciedad.
Por supuesto descarté limpiar la casa, al menos tal y como tenía pensado. Fregaría, haría la cama y emparejaría un poco. Total, tenía toda la semana para ir quitando el polvo, limpiando el baño y sacando la grasa de la cocina.
No sabía si poner la lavadora o no. Sinceramente, tenía ropa limpia de sobra como para esperar un día más. Además, no tengo secadora. Me tocaría tenderla en la terraza y me parecía inútil, sabiendo que llovería. “Descartado”.
“A ver… la manicura”. La verdad es que no me gustaba nada, pero quería quedar con mi amiga. Y yo, cuando quedo, me arreglo. Y no me refiero a ponerme mona con una ropa bonita y un poquito de color en la cara. No. Me refiero a que, al menos hora y media se me iba a ir acicalándome.
“Bueno, la manicura se queda en mi lista. Uy, pero si me hago la manicura, no puedo preparar el pastel. A no ser que me ponga a hornear después de mi paseo matutino. Sí, esa es una buena opción. Pero entonces... ¿cuándo visito a mis abuelos? Ya está, después de comer. ¡Comer! ¡No lo había tenido en cuenta! Tendré que prepararme algo y seguro que me ocupará al menos media hora. ¿Y si no como? No. Eso no. Comer hay que comer. Bueno, siempre puedo recurrir a un bocadillo. Rápido de elaborar, fácil de comer y encima no tendré que poner la mesa ni que fregar después. Otra cosa solucionada. Entonces, la visita a mis abuelos después de comer e inmediatamente antes de llamar a mi padre. En esto último se me irán, con toda seguridad, unos cuarenta minutos. Como hablamos de uvas a peras, tendremos muchas cosas que contarnos.
Eso me deja un margen de quince minutos para llegar a la cita con Belén. Como me dijo ayer que tenía ganas de hablar con alguien, seguro que espera mi llamada. Sobre las once la llamaré. Total, siempre quedamos a las cinco en la cafetería que hay entre su casa y la mía. Como solo nos separan cien metros, cincuenta metros los recorro en diez minutos. Porque no voy a ir corriendo, claro está.
Estupendo. Y ya, la película la veo esta noche, sobre las nueve. Nueve y dos once. Sí, a las once podré estar en la cama. Caramba, qué día tan completito”.

De repente me entró un pequeño dolor de cabeza. Me suele pasar cuando pienso mucho. Decidí tumbarme un ratito. Eso siempre me daba resultado y esta vez no iba a ser la excepción. No debía ser la excepción.
Cerré los ojos y me relajé.

El teléfono sonó y Chayanne me sobresaltó con su “Torero”. Era una canción que ya tenía sus años, pero que, tanto a Belén como a mí, nos encantaba. Por eso decidimos ponérnosla como melodía, así podríamos saber que éramos nosotras sin necesidad de mirar la pantalla del móvil.
Me giré, alargué el brazo y cogí el teléfono. Belén comenzó a dar pequeños gritos al otro lado de la línea. Yo intentaba cortarla y hacerle saber que no me estaba enterando de nada de lo que me decía. Pero era imposible. No había margen entre palabra y palabra.  Cuando al fin se hizo el silencio, le pregunté el porqué de su excitación. Ella se molestó un poco y me lo volvió a repetir todo, esta vez un poco más calmada.
—Ayer conocí a un chico guapísimo. Se llama Óscar. Hemos quedado para vernos dentro de un rato. ¿Y sabes lo mejor? Va a venir con un amigo suyo. Así que, arréglate que esta tarde tenemos una cita.
— ¿Y cómo es?— pregunté.
—Es monísimo. Tiene unos ojos… y además tiene nombre de premio. Óscar.
—Me refiero a su amigo.
—Ay hija. Yo que sé. Pero si es amigo de éste, lo más seguro es que también esté como un queso.
— ¿Y a qué hora hemos quedado?
—A la de siempre. Así que ya sabes. Cuelga y prepárate.
Yo me quedé un poco desconcertada. En ese momento miré el reloj que había en mi mesita. “No puede ser. ¡Las tres de la tarde! He perdido la mañana durmiendo”.
Tras un escueto “de acuerdo”, colgué el teléfono.
“Adiós a mi paseo y a la visita a mis abuelos y a la llamada a mi padre y al pastel”.
Solo tenía dos horas. Dos horas para arreglarme. “No me da tiempo a hacerme la manicura. ¿Y a comer? Comer tengo que comer. Pero puedo sustituir el bocadillo por algo más rápido de digerir: un par de hojas de lechuga o una zanahoria. No, mejor algo que no se tenga que masticar. Un zumo. Sí, un zumo estará bien. Total, luego en la cafetería me pido una tostada y Santas Pascuas y alegría. Bueno, voy a organizarme.
Me tomo el zumo, me ducho, me lavo la cabeza, me preparo la ropa… No, primero me preparo la ropa y luego me ducho y me lavo la cabeza. Sí. Después me hago las cejas, me saco el bigote… no, mejor me saco el bigote antes de la ducha. Así me dará tiempo a que se quite la rojez antes de pintarme. Vale. Entonces, me tomo el zumo, me saco el bigote, me preparo la ropa, me ducho, me lavo la cabeza, me arreglo el pelo, me pinto y listo. Y para eso tengo exactamente… ¿Qué? ¿Las tres y veinte? Madre mía. Solo tengo una hora y cuarenta. Mejor prescindo de lavarme la cabeza. Porque en secarme el pelo se me van perfectamente veinte minutos. Sí, mejor será que no me lave la cabeza. En marcha pues”.

Me levanté, me dirigí al baño y saqué la cazuelita de la cera. Fui a la cocina y la puse a calentar mientras abría el armario y sacaba el zumo. A la vez que lo agitaba, salí a la galería y enchufé el calentador. En es momento me di cuenta de que el cielo estaba despejado y ya no habían nubes grises.
Me bebí el zumo en ocho segundos.
La cera no se había derretido todavía y el agua del termostato tardaría aún en calentarse. Podía ir eligiendo mientras la ropa.
Fui a mi habitación y abrí el armario. Empecé a sacar ropa y a dejarla encima de la cama.
Hice todas las combinaciones habidas y por haber: unos vaqueros con una camisa. Esa misma camisa con una falda. Esa misma falda con un suéter. Ese mismo suéter con los vaqueros de antes…
En ese momento me acordé de la cera y fui corriendo a la cocina. Atravesé la humareda y apagué el fuego. Se me había olvidado encender el extractor y se había acumulado el humo. Ahora el olor a cera se me había impregnado en el pelo. Pero no podía lavarme la cabeza. No me iba a dar tiempo. Algo improvisaría después.
Me llevé el cacharrito al cuarto de baño y lo dejé sobre el lavabo. Aproveché que estaba allí para sacar las pinzas y empezar a retocarme las cejas.
Terminé y comprobé que la cera todavía estaba caliente. Volví a la habitación a terminar de elegir mi vestuario.
Opté por ponerme los vaqueros con la camisa. Abrí uno de los cajones de mi mesita y busqué el sujetador que no se trasparentaba. No lo encontré. Entonces me acordé de que lo tenía en el cesto de la ropa sucia. Pero no me daría tiempo a lavarlo. Así que cambié la camisa por el suéter. Aunque no me gustaba cómo quedaba, porque se ceñía mucho a los vaqueros y como éstos eran de talle alto, no quedaba bien. Finalmente me decidí por el suéter y la falda.
Cuando me acerqué a la mesita para coger unas medias, vi que el reloj marcaba las tres y cincuenta. Me volví a acordar de la cera y corrí al baño. Ésta estaba a punto de solidificarse. Así pues, me coloqué esa masa espesa entre la nariz y el labio superior y di el tirón de rigor. Solo pude repetir aquello una vez más. No tenía tiempo de volver a calentar la cera, por lo que utilicé las pinzas de las cejas para retocarme.
Ya me podía duchar. No tardé ni cinco minutos. Salí y volví a mi habitación. Me empecé a vestir. Saqué las medias del cajón y al ponerlas sobre la cama, me di cuenta de que tenían una carrera. Esas eran mis medias favoritas, las que más me gustaban. Y sin medias no pensaba ir, así se juntase el cielo con la tierra. “Otra vez a elegir qué ropa ponerme”.
Seguía pensando que la combinación de la camisa y los vaqueros, era la que mejor me quedaba. Así que fui a la galería y busqué en el cesto aquel sujetador. Cuando lo encontré, me lo acerqué a la nariz y lo olí. Bueno, más que olerlo, lo olfateé. Llegué a la conclusión de que con un poquito de colonia bastaría para poder ponérmelo.
Regresé a mi habitación por enésima vez y me vestí.
El siguiente paso era arreglarme el pelo. Como olía todavía a cera, me eché un poco de colonia por la cabeza. Después me lo alisé con las planchas. Se me quedó algo extraño, pero tenía pase.
Saqué mi estuche de pinturas y comencé a maquillarme: primero la base, después me puse coloretes en los pómulos. A continuación me pinté los labios. Para que combinara bien con esa ropa, me puse un color suave, entre marrón y rosa. Cuando ya me los había pintado, me acordé de que no me había lavado los dientes. Así que, con un cuidado extremo, me los cepillé, tratando de no alterar en absoluto el maquillaje de la cara. Cosa que resultó imposible cuando procedía a enjuagarme. Me retoqué de nuevo alrededor de la boca y me volví a pintar los labios. Después me puse la sombra de ojos. Azul claro, a juego con los vaqueros. Ahora venía la parte delicada: la raya de los ojos. No sabía por qué motivo siempre, siempre, se me quedaba una de las rayas más ancha que la otra. Esta vez, claro está, no iba a ser la excepción. Intenté igualarme los dos ojos con los dedos y como resultado, en uno de ellos me salió una ojera. Bueno, no me salió. En realidad siempre había estado ahí, pero ahora el maquillaje que la cubría había desaparecido, arrastrado por mi dedo. “Otra vez a aplicarme la base bajo el ojo”. Decidí prescindir del rimel. En su lugar, me mojé ambos dedos índices y me arqueé las pestañas con ellos.
Ya estaba lista y eran… las cuatro y treinta y ocho. Tiempo récord.
Lo último que faltaba era ponerme los zapatos. Me dirigí al armario y escudriñé su interior. “¿Dónde están los zapatos blancos de tacón? Son los únicos que hacen juego con la camisa”.
Me puse muy nerviosa. Recordé que se los había prestado a mi hermana. “Y ¿ahora qué?” El calzado que más se asemejaba eran las sandalias color crema. Pero apenas tenían tacón. Los vaqueros me arrastrarían. Decidí ponérmelos de todos modos. “Qué desastre”.
En ese momento sonó el timbre. En cuanto abrí la puerta, mi amiga se abrazó a mí y sollozando me dijo:
—Nos han dado plantón. Óscar me ha llamado y me ha dicho que no pueden quedar esta tarde. Nos han fallado.
En ese momento yo no sabía si reír o llorar. Opté por no hacer ninguna de las dos cosas.
Nos fuimos al sofá y nos dejamos caer en él. Yo estaba agotada. Cerré un momento los ojos y entonces se me ocurrió una idea. Miré a Belén y muy entusiasmada le dije:
— ¿Qué tal si comemos algo, preparamos un pastel y paseando se lo llevamos a mis abuelos?
Ella me miró y se le iluminó el rostro.
—Pero antes acomódate— continué — tengo que hacer una llamada.