Ismael se levantó por enésima vez de la cama y se volvió a dirigir hacia el sofá.
Desde las ocho de la mañana no había hecho otro recorrido por su casa.
Bueno sí. En una de las ocasiones había desviado sus pasos hacia el baño
y allí se había recreado, mirando hacia el techo y pensando en nada y en todo a la vez.
Ahora estaba de nuevo en el sofá, con el mando del televisor en la
mano, cambiando el canal sin un ápice de interés en lo que aparecía en
la pantalla.
Después de un rato, se cansó y se fue a la cocina, dispuesto a ingerir alguna cosa. El día estaba siendo largo, muy largo…
Se llevó a la boca un trozo de pizza recalentada que ya estaba
correosa. La masticaba con algo de aprensión. Le hubiera dado igual
comérsela o no, pero en algo tenía que emplear su tiempo. Y, ahora que
ella ya no estaba, era tiempo precisamente lo que le sobraba.
Regresó al sofá, cogió de nuevo el mando y volvió a jugar al pito-pito
con los canales. Empezó a marear a los presentadores, a los guapos de la
serie y a la pareja que paseaba feliz por la cubierta de un crucero,
anunciando una estupenda opción vacacional.
— ¡A la mierda! —Dijo,
apagando la tele—. A la mierda todo. Tú, tu madre, la pija de tu amiga,
tu perro asqueroso, que más que un perro parece una rata; a la mierda tu
voz de pito, tu ropa, tus monísimos zapatos de tacón, tu asqueroso
perfume de la marca más cara, tú manía de ponerte encima, tu estúpida
ilusión por aprender a tocar el violín… ¡Joder! —dijo, soltando una
risita—, si todavía voy a tener que darte las gracias por haberte
largado…
Ismael se levantó, algo más animado, y miró hacia la
calle. En ese momento pasaba una rubia con muy buenas curvas. Ni corto
ni perezoso, abrió la ventana y soltó un piropo camuflado entre palabras
malsonantes. La rubia aceleró el paso, sabiendo que era a ella a quien
iban dirigidas esas groserías.
—Anda sí, tira. Mucho provocar y
luego… ¡Bah! Sois todas iguales —dijo, con desprecio—. La verdad es que
no sé de qué me quejo. Estoy mejor solo. Las mujeres solo dais
problemas. Ahora puedo hacer lo que me dé la gana. Y no va a haber nadie
detrás de mí que me diga que baje la tapadera, o que me vaya al baño a
soltar los gases, o que me obligue a comer la mierda de comida que hay
en el plato. ¡Ja! Ahora sí que soy libre. Que se prepare el mundo, que
allá voy.
Ismael estaba cada vez más entusiasmado. Se sentía un
hombre nuevo, renacido. De repente ya no quería saber nada que tuviera
que ver con el sexo opuesto. Estaba tan animado, que le entró hasta
hambre, pero hambre de verdad.
Se fue a la cocina con paso alegre y
abrió el frigorífico. Dos botes de cerveza y una lata de anchoas, era
lo único que ocupaba un espacio en aquel lugar que olía a rancio.
—Y como ahora soy libre y puedo hacer lo que me dé la gana —dijo
Ismael, victorioso—, me voy a casa de mi madre, que es la única mujer
que se merece mi compañía.