Arturo miró hacia el exterior a través de la ventana del salón.
Desde el sillón pudo ver la elegante gama de colores rojizos que el sol
dibujaba en el horizonte. Se levantó y salió al porche de su casa. Se
apoyó en la barandilla de madera que hacía tan solo dos semanas había terminado de pintar y miró hacia su jardín.
De entre todas las flores, sus favoritas eran las margaritas.
Arturo bajó los cuatro escalones que le separaban del jardín y se
dispuso a coger una de sus flores preferidas. Con mucho cuidado la
arrancó y la separó del gran ramo blanco del que formaba parte. Después
de observarla detenidamente, volvió y se sentó en el banco que había en
el porche.
Cerró los ojos y, tras un largo y esperanzado suspiro, comenzó a deshojar la margarita.
Día tras día, le confiaba su suerte a aquella flor que, sin pronunciar palabra, decidía si aquella mujer le correspondía.
Nadie sabía quién era la dueña de sus pensamientos, ni si en realidad
existía la dama por la que Arturo suspiraba. Lo que sí sabía todo el
pueblo era que el hombre esperaba cada día a que la margarita trajera
consigo a su amada. Y todos creían que perdía el tiempo, pues ella jamás
aparecería.
Pero una tarde, mientras Arturo deshojaba la
margarita, llegó al pueblo una mujer a la que nadie conocía. Y fue
paseando hasta llegar a su jardín. Era tan hermosa como la había
imaginado. Su sonrisa era aterciopelada y su mirada desprendía dulzura.
El hombre pensó que se trataba de un espejismo, de una especie de
ensoñación. Por eso continuó arrancando pétalos a la margarita. Cuando
solo quedaba uno, volvió a levantar la vista buscando a su amada, porque
por fin la respuesta fue “sí”.
Pero ella ya no estaba.
Decepcionado, terminó de desnudar la flor.
Cuando el último pétalo cayó al suelo, la dama lo tomó entre sus manos.
Entonces Arturo sonrió.
Ya no pasaría sus días en soledad. Ahora podría contemplar a su lado la
puesta de sol. Y cuidaría junto a ella su jardín. Su bella dama le
acompañaría siempre y ya nunca más tendría que volver a deshojar
margaritas.
Y entonces lo imaginó. Navegó por su mundo de fantasía e ilusión. Se dejó llevar por su imaginación.
Pero no tardó en volver a la realidad, a pisar la Tierra de nuevo.
Eran tan distintos los dos mundos… fantasía y realidad.
Decidió que quizás pudiera unirlos. Tal vez no era tan descabellada aquella idea.
Tan solo tendría que vivir en la realidad, ayudándose de su imaginación.
Desde entonces, cada día la vida le brinda multitud de oportunidades de experimentar, de soñar, de crear su propia realidad.
Y se ha dado cuenta de que vivir vuelve a ser divertido.
Yo decidí vivir aventuras, conocer el sabor del deseo y cabalgar sobre lomos desconocidos.
Me dediqué a probar todo aquello que jamás antes había probado.
Me moría de ganas por mostrarle a mi cuerpo que mis primaveras seguían
floreciendo y que la juventud que en tantas ocasiones había pasado de
largo, la juventud, continuaba latente en mi pecho. Ahora incluso, con
más intensidad.
Y en cada mirada, en cada suspiro, en cada dormitar sobre lechos extraños… en cada uno de ellos, usted y su recuerdo.
Porque, aunque sabía que jamás volvería a amarle como cuando soñábamos
con soñarnos cada día, no podía borrar su recuerdo por completo.
Pero decidí continuar mis andanzas por los subsuelos. Porque deseaba
sentirme viva en cada amanecer y saber que estaba aprovechando mi vida
al máximo, saboreándola, robándole todo cuanto ella me había robado
antes.
Me perdí. Sé que me perdí. Tan intensamente deseé
experimentar sobre mi piel, que fue mi propia piel quien me alertó de
que no estaba viviendo, sino perdiendo la vida.
Pensaba que llenando mi alcoba podría llenar el vacío que usted dejó. Pero no fue así.
Por eso ahora he cambiado. Por eso siento que ya no debo seguir así, no
debo buscar el amor en cada noche furtiva, ni en cada suspiro
arrancado. Porque el amor que yo deseo, no entiende de cuerpos ni
gemidos.
Y por esa razón he decidido que mi cuerpo es mi templo más sagrado. Y que, a partir de ahora, nadie más lo profanará.
Hoy yo me he moderado, he frenado esos impulsos que, con tanta frecuencia, me llevaban a dormitar bajo sábanas extrañas.
Y poco a poco he vuelto a sentir la libertad de decidir. He vuelto a
recobrar el sentido y me he hallado a mí misma. He vuelto a mi esencia.
Esa esencia que me permite vivir amando la soledad. La misma que un día
compartí con usted. La que perdí cuando yo misma me perdí.
Sí. He
vuelto a estar viva, feliz, escandalosamente libre y sin ninguna
pretensión. Y he comprendido que no necesito a nadie, porque me siento
sumida en una paz abrumadora, indescriptible, única… una paz de la que
ya me había olvidado. Por fin me vuelvo a sentir completa. Y es que me
he dado cuenta de que la felicidad que yo buscaba, siempre ha estado en
mi interior.
Brillante soledad
que deslumbra sin motivo,
ausencia del sentido
olvidado al despertar.
Carencia de virtud
hastiado entendimiento
que acompaña al descontento
la zozobra y la inquietud.
Atrás quedó el silencio
silenciado en un resquicio
armoniosa y galopante
la palabra cobró el juicio.
Antepuesta a toda pena
porque nadie la ha escuchado
rompe a gritos las cadenas
que le ataban al pasado.
Expandiendo su presencia
entre bombos y timbales
desechó toda carencia
de una vida inconfesable.
Lejano quedó el silencio
el que tanto nos mintió
ha quedado hecho un rastrojo
de lo que alguna vez sintió.
Abogado de imposibles
escritora sin su musa
arquitecto de las nubes
carcelera sin reclusa.
Muerto queda ya el silencio
tan vacío de razones
fue vencido por un grito
arrancado en emociones.
Vi pasar toda mi vida
ante mis ojos. Y todos los momentos, sobretodo los buenos, empezaron a
desfilar sin que yo pudiera mostrar gesto alguno en mi rostro.
No sabía por qué me estaba ocurriendo aquello. Ni tan siquiera sabía dónde me hallaba. De lo único que tenía certeza, era de que la protagonista de aquella escena era yo.
Apenas podía moverme. Casi no podía respirar. Noté la humedad en mis
sienes, cuando unas lágrimas salieron furtivamente de mis ojos.
Y yo, tumbada en el suelo boca arriba, veía los tonos rojizos de un otoño que parecía haberse congelado.
Parpadeé un par de veces antes de cerrar mis ojos, cansados de mirar hacia un cielo que poco a poco, se iba oscureciendo.
Ya no escuchaba las sirenas, ni las voces elevadas de aquellos que
intentaban en vano mantenerme despierta. El rumor de las hojas secas
cayendo al suelo, fue lo único que mis oídos llegaron a percibir.
Aquel fue el momento más fugaz y a la vez más eterno de mi vida.
Sentí cómo mi alma intentaba escapar. Noté mucho frío y escuché una voz que me llamaba.
Yo ya no deseaba continuar allí, tumbada sobre el frío suelo. Lo único
que quería era seguir aquella melodía celestial, aquel resplandor divino
que bajó a rescatarme de mi agonía.
Fue en ese momento, cuando recordé lo que había pasado. Y apreté los puños con rabia.
Yo no debía estar allí. El destino no debía estar jugándome esa mala pasada.
No, el destino no era el culpable. Fue él quien no debería haberme
hecho aquello. Yo creía que me amaba. Que a pesar de todo me amaba de
verdad. Y, aunque en alguna ocasión me había amenazado, jamás pensé que
yo llegaría a ser una más de aquella lista. Pero lo estaba siendo. Me
estaba convirtiendo en una cifra, en un macabro dato estadístico, en una
espantosa noticia del informativo.
Los servicios sanitarios
continuaban intentando detener la hemorragia producida por una puñalada
que ya casi no dolía. En un momento dado, volví a abrir los ojos y giré
la cabeza. Le vi. Iba con los brazos esposados a la espalda. Me miró
fijamente antes de esbozar una de aquellas sonrisas burlonas.
Sin darme cuenta, yo le correspondí del mismo modo y él endureció su rostro.
Puede que hubiera acabado con mi vida, pero supe con certeza, que yo me encargaría de acabar con la suya.
Lo juré. Lo juré por lo más sagrado.
Después volví a mirar hacia arriba y contemplé la caída de otra hoja
que, arrancada del árbol por el viento, caía hasta posarse sobre mi
pecho, justo en el momento en que exhalé mi último aliento.