Me levanté de la roca, tomé en mi mano la brújula y me dispuse a volver a casa.
La aguja indicaba hacia mí, así pues, me giré y comencé a
caminar.
Después de un largo rato, volví a mirar la brújula. Para mi
sorpresa, la aguja volvía a señalar hacia mí. Volví a girarme y comencé a
caminar, deshaciendo el camino ya andado.
Llegué a la roca de la que mucho antes me había
levantado y me senté en ella. Presa de la desesperación, comencé a llorar
hasta que me quedé dormida de agotamiento.
Cuando desperté, en medio de la noche, apenas recordaba qué
hacía allí. Cerré los ojos y, como si de una hermosa melodía se tratara,
comencé a escuchar los latidos de mi corazón. Abrí los ojos y miré hacia el
cielo. Un precioso manto de estrellas me cobijaba. Sentí tanta felicidad, que
me quedé allí.
De repente lo comprendí todo. Había malinterpretado las
indicaciones de la brújula. Siempre señaló hacia mi interior.
No pude evitar sonreír, pues allí, en ese preciso momento,
en ese preciso lugar, me hallé en casa.
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