Ella estaba cansada de esperarle y él estaba harto de
regresar.
Su matrimonio era una farsa. Una patética representación
teatral. Se querían, sí. Pero no más de lo que se quiere al coche o al perro.
Su amor, era un amor de costumbre.
Aquella noche, como todas las anteriores, él volvía ya
entrada la madrugada y ella le esperaba sentada en el sofá.
— ¿Qué tal el día, cariño?— le preguntaba la mujer, sin un
ápice de interés.
—Agotador, cielo—. Contestaba él, como siempre.
— ¿Quieres que te caliente la cena?
—No, gracias. Estoy cansado.
Él se metía en la cama y ella lo hacía después, justo antes
de que se durmiera. Hacía tiempo que no tenían sexo, al menos, entre ellos. Ya
no se encontraban atractivos. Ni falta que hacía. En el contrato que tenían,
que ni siquiera era verbal, no había ninguna cláusula que obligara a ello.
—Buenas noche— le dijo ella.
—Hasta mañana— contestó él.
Un día más. Un día menos.
Los sueños eran de las pocas cosas que les quedaba en común.
En ellos, rara vez se visitaban el uno al otro. Sin embargo, el amor, el
romanticismo, la pasión, la entrega… eran temas comunes a ambos. Por desgracia,
esas horas eran las que pasaban con mayor rapidez.
Una noche menos. Una noche más.
El sonido del despertador les devolvió a la realidad. Bueno,
más bien a la ficción que entre ambos habían forjado.
Un desayuno rápido, con risas forzadas y deseos hipócritas.
Unas miradas fingidas. Un beso obligado. Y un “hasta la noche”, que de ser por
ellos, hubiese sido un “hasta nunca”.
Él se fue al trabajo. Ella se fue al gimnasio. A media
mañana un café compartido, aunque no entre ellos. Después él regresaba a la
oficina y ella se marchaba de compras. A medio día, una comida ostentosa,
aderezada con una buena compañía.
La tarde se pasaría volando y el verdadero trabajo daría
comienzo. Pero éste no estaba remunerado. Es más, para ellos era un suplicio,
un castigo, una condena. Sí. Estaban condenados a verse noche tras noche. Otra
vez tendrían que interpretar los papeles que ya se sabían a la perfección.
Una nueva noche de alivio y, al despuntar el alba, un nuevo
despertar a la cruda realidad. Sin embargo, aquel día que comenzaba, les tenía
guardada una sorpresa. No era de las agradables, bueno, según se mire. Más bien
era de las que no gustaban nada, aunque, depende de la perspectiva.
El caso es que aquel día, el destino o la casualidad o la
mala fortuna, hizo que él tuviera un accidente de tráfico. No fue grave. Un par
de costillas rotas y una pierna escayolada. Pero aquel día, ambos lo pasaron en
el hospital. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, compartieron todas sus
horas.
Eso harían durante toda la semana. Semana que, por cierto,
fue muy extraña. Él no quería admitir lo mucho que le gustaba su compañía. Ella
tampoco. Se obligaban a fingir que no se importaban. Se intentaban convencer de
que seguían sin sentir nada el uno por el otro.
Transcurrida la convalecencia, ambos regresaron a casa.
Él cada vez notaba más cariño hacia ella. Ella se sentía más
a gusto con él.
Comenzaron a entablar conversaciones largas, como al
principio de conocerse. Sin darse cuenta, los momentos en que compartían
espacio y tiempo, se estaban convirtiendo en verdaderas citas.
Una vez recuperado, él volvió al trabajo. Ese día fue
especial.
A media mañana compartieron un café. A medio día comieron
juntos y no veían la hora de volverse a encontrar.
Aquella noche no siguieron ningún guión. Hubo ternura,
caricias y besos. Durmieron piel con piel y soñaron. Soñaron con el amor, el
romanticismo, la pasión, la entrega… soñaron, el uno con el otro.
Una noche más, una noche menos.
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