El día amaneció gris. Una buena masa de nubes cubría el
cielo de la ciudad. A pesar de que la lluvia era inminente, el bochorno que
abrazaba la urbe era casi insoportable.
Tardé algo más de la cuenta en levantarme.
La noche anterior la había pasado en duermevela debido al
calor y me costó horrores salir de la cama.
Cuando puse los pies en el suelo y me desperecé, miré el
reloj que había en mi mesita. Marcaba las ocho y media de la mañana. La verdad
es que era algo temprano para levantarse, teniendo en cuenta que era domingo.
Pero tenía muchas cosas que hacer, pues eso es lo que me había propuesto. Y es
que, mi fuerza de voluntad es, con diferencia, la cualidad que más admiro de mí
misma.
Me puse a enumerar todo lo que quería llevar a cabo.
-Dar un paseo.
-Limpiar el coche.
-Visitar a mis abuelos.
-Poner la lavadora.
-Limpiar la casa.
-Preparar un pastel.
-Hacerme la manicura.
-Ver una película.
-Quedar con mi amiga.
-Llamar a mi padre.
Enseguida me di cuenta de que si quería hacer todo aquello,
me faltarían horas. Entonces fui descartando actividades.
Las primeras a las que renuncié, ya que era domingo y por lo
tanto mi único día de descanso, fueron las que implicaban un esfuerzo moral.
Las que no me apetecía hacer, vamos.
Así, decidí no ir a limpiar el coche. A parte de que no me
gustaba nada, creía que mis esfuerzos serían infructuosos, pues seguro que iba
a llover. No. Al coche no le importaría acumular algo más de suciedad.
Por supuesto descarté limpiar la casa, al menos tal y como
tenía pensado. Fregaría, haría la cama y emparejaría un poco. Total, tenía toda
la semana para ir quitando el polvo, limpiando el baño y sacando la grasa de la
cocina.
No sabía si poner la lavadora o no. Sinceramente, tenía ropa
limpia de sobra como para esperar un día más. Además, no tengo secadora. Me
tocaría tenderla en la terraza y me parecía inútil, sabiendo que llovería. “Descartado”.
“A ver… la manicura”. La verdad es que no me gustaba nada,
pero quería quedar con mi amiga. Y yo, cuando quedo, me arreglo. Y no me
refiero a ponerme mona con una ropa bonita y un poquito de color en la cara.
No. Me refiero a que, al menos hora y media se me iba a ir acicalándome.
“Bueno, la manicura se queda en mi lista. Uy, pero si me hago
la manicura, no puedo preparar el pastel. A no ser que me ponga a hornear
después de mi paseo matutino. Sí, esa es una buena opción. Pero entonces...
¿cuándo visito a mis abuelos? Ya está, después de comer. ¡Comer! ¡No lo había
tenido en cuenta! Tendré que prepararme algo y seguro que me ocupará al menos
media hora. ¿Y si no como? No. Eso no. Comer hay que comer. Bueno, siempre
puedo recurrir a un bocadillo. Rápido de elaborar, fácil de comer y encima no
tendré que poner la mesa ni que fregar después. Otra cosa solucionada.
Entonces, la visita a mis abuelos después de comer e inmediatamente antes de
llamar a mi padre. En esto último se me irán, con toda seguridad, unos cuarenta
minutos. Como hablamos de uvas a peras, tendremos muchas cosas que contarnos.
Eso me deja un margen de quince minutos para llegar a la
cita con Belén. Como me dijo ayer que tenía ganas de hablar con alguien, seguro
que espera mi llamada. Sobre las once la llamaré. Total, siempre quedamos a las
cinco en la cafetería que hay entre su casa y la mía. Como solo nos separan
cien metros, cincuenta metros los recorro en diez minutos. Porque no voy a ir
corriendo, claro está.
Estupendo. Y ya, la película la veo esta noche, sobre las
nueve. Nueve y dos once. Sí, a las once podré estar en la cama. Caramba, qué
día tan completito”.
De repente me entró un pequeño dolor de cabeza. Me suele
pasar cuando pienso mucho. Decidí tumbarme un ratito. Eso siempre me daba
resultado y esta vez no iba a ser la excepción. No debía ser la excepción.
Cerré los ojos y me relajé.
El teléfono sonó y Chayanne me sobresaltó con su “Torero”.
Era una canción que ya tenía sus años, pero que, tanto a Belén como a mí, nos
encantaba. Por eso decidimos ponérnosla como melodía, así podríamos saber que
éramos nosotras sin necesidad de mirar la pantalla del móvil.
Me giré, alargué el brazo y cogí el teléfono. Belén comenzó
a dar pequeños gritos al otro lado de la línea. Yo intentaba cortarla y hacerle
saber que no me estaba enterando de nada de lo que me decía. Pero era
imposible. No había margen entre palabra y palabra. Cuando al fin se hizo el silencio, le
pregunté el porqué de su excitación. Ella se molestó un poco y me lo volvió a
repetir todo, esta vez un poco más calmada.
—Ayer conocí a un chico guapísimo. Se llama Óscar. Hemos
quedado para vernos dentro de un rato. ¿Y sabes lo mejor? Va a venir con un
amigo suyo. Así que, arréglate que esta tarde tenemos una cita.
— ¿Y cómo es?— pregunté.
—Es monísimo. Tiene unos ojos… y además tiene nombre de
premio. Óscar.
—Me refiero a su amigo.
—Ay hija. Yo que sé. Pero si es amigo de éste, lo más seguro
es que también esté como un queso.
— ¿Y a qué hora hemos quedado?
—A la de siempre. Así que ya sabes. Cuelga y prepárate.
Yo me quedé un poco desconcertada. En ese momento miré el
reloj que había en mi mesita. “No puede ser. ¡Las tres de la tarde! He perdido
la mañana durmiendo”.
Tras un escueto “de acuerdo”, colgué el teléfono.
“Adiós a mi paseo y a la visita a mis abuelos y a la llamada
a mi padre y al pastel”.
Solo tenía dos horas. Dos horas para arreglarme. “No me da
tiempo a hacerme la manicura. ¿Y a comer? Comer tengo que comer. Pero puedo
sustituir el bocadillo por algo más rápido de digerir: un par de hojas de
lechuga o una zanahoria. No, mejor algo que no se tenga que masticar. Un zumo.
Sí, un zumo estará bien. Total, luego en la cafetería me pido una tostada y
Santas Pascuas y alegría. Bueno, voy a organizarme.
Me tomo el zumo, me ducho, me lavo la cabeza, me preparo la
ropa… No, primero me preparo la ropa y luego me ducho y me lavo la cabeza. Sí.
Después me hago las cejas, me saco el bigote… no, mejor me saco el bigote antes
de la ducha. Así me dará tiempo a que se quite la rojez antes de pintarme.
Vale. Entonces, me tomo el zumo, me saco el bigote, me preparo la ropa, me
ducho, me lavo la cabeza, me arreglo el pelo, me pinto y listo. Y para eso
tengo exactamente… ¿Qué? ¿Las tres y veinte? Madre mía. Solo tengo una hora y
cuarenta. Mejor prescindo de lavarme la cabeza. Porque en secarme el pelo se me
van perfectamente veinte minutos. Sí, mejor será que no me lave la cabeza. En
marcha pues”.
Me levanté, me dirigí al baño y saqué la cazuelita de la
cera. Fui a la cocina y la puse a calentar mientras abría el armario y sacaba
el zumo. A la vez que lo agitaba, salí a la galería y enchufé el calentador. En
es momento me di cuenta de que el cielo estaba despejado y ya no habían nubes
grises.
Me bebí el zumo en ocho segundos.
La cera no se había derretido todavía y el agua del
termostato tardaría aún en calentarse. Podía ir eligiendo mientras la ropa.
Fui a mi habitación y abrí el armario. Empecé a sacar ropa y
a dejarla encima de la cama.
Hice todas las combinaciones habidas y por haber: unos
vaqueros con una camisa. Esa misma camisa con una falda. Esa misma falda con un
suéter. Ese mismo suéter con los vaqueros de antes…
En ese momento me acordé de la cera y fui corriendo a la
cocina. Atravesé la humareda y apagué el fuego. Se me había olvidado encender
el extractor y se había acumulado el humo. Ahora el olor a cera se me había
impregnado en el pelo. Pero no podía lavarme la cabeza. No me iba a dar tiempo.
Algo improvisaría después.
Me llevé el cacharrito al cuarto de baño y lo dejé sobre el
lavabo. Aproveché que estaba allí para sacar las pinzas y empezar a retocarme
las cejas.
Terminé y comprobé que la cera todavía estaba caliente.
Volví a la habitación a terminar de elegir mi vestuario.
Opté por ponerme los vaqueros con la camisa. Abrí uno de los
cajones de mi mesita y busqué el sujetador que no se trasparentaba. No lo
encontré. Entonces me acordé de que lo tenía en el cesto de la ropa sucia. Pero
no me daría tiempo a lavarlo. Así que cambié la camisa por el suéter. Aunque no
me gustaba cómo quedaba, porque se ceñía mucho a los vaqueros y como éstos eran
de talle alto, no quedaba bien. Finalmente me decidí por el suéter y la falda.
Cuando me acerqué a la mesita para coger unas medias, vi que
el reloj marcaba las tres y cincuenta. Me volví a acordar de la cera y corrí al
baño. Ésta estaba a punto de solidificarse. Así pues, me coloqué esa masa
espesa entre la nariz y el labio superior y di el tirón de rigor. Solo pude
repetir aquello una vez más. No tenía tiempo de volver a calentar la cera, por
lo que utilicé las pinzas de las cejas para retocarme.
Ya me podía duchar. No tardé ni cinco minutos. Salí y volví
a mi habitación. Me empecé a vestir. Saqué las medias del cajón y al ponerlas
sobre la cama, me di cuenta de que tenían una carrera. Esas eran mis medias
favoritas, las que más me gustaban. Y sin medias no pensaba ir, así se juntase
el cielo con la tierra. “Otra vez a elegir qué ropa ponerme”.
Seguía pensando que la combinación de la camisa y los
vaqueros, era la que mejor me quedaba. Así que fui a la galería y busqué en el
cesto aquel sujetador. Cuando lo encontré, me lo acerqué a la nariz y lo olí.
Bueno, más que olerlo, lo olfateé. Llegué a la conclusión de que con un poquito
de colonia bastaría para poder ponérmelo.
Regresé a mi habitación por enésima vez y me vestí.
El siguiente paso era arreglarme el pelo. Como olía todavía
a cera, me eché un poco de colonia por la cabeza. Después me lo alisé con las
planchas. Se me quedó algo extraño, pero tenía pase.
Saqué mi estuche de pinturas y comencé a maquillarme:
primero la base, después me puse coloretes en los pómulos. A continuación me
pinté los labios. Para que combinara bien con esa ropa, me puse un color suave,
entre marrón y rosa. Cuando ya me los había pintado, me acordé de que no me
había lavado los dientes. Así que, con un cuidado extremo, me los cepillé,
tratando de no alterar en absoluto el maquillaje de la cara. Cosa que resultó imposible
cuando procedía a enjuagarme. Me retoqué de nuevo alrededor de la boca y me
volví a pintar los labios. Después me puse la sombra de ojos. Azul claro, a
juego con los vaqueros. Ahora venía la parte delicada: la raya de los ojos. No
sabía por qué motivo siempre, siempre, se me quedaba una de las rayas más ancha
que la otra. Esta vez, claro está, no iba a ser la excepción. Intenté igualarme
los dos ojos con los dedos y como resultado, en uno de ellos me salió una
ojera. Bueno, no me salió. En realidad siempre había estado ahí, pero ahora el
maquillaje que la cubría había desaparecido, arrastrado por mi dedo. “Otra vez
a aplicarme la base bajo el ojo”. Decidí prescindir del rimel. En su lugar, me
mojé ambos dedos índices y me arqueé las pestañas con ellos.
Ya estaba lista y eran… las cuatro y treinta y ocho. Tiempo
récord.
Lo último que faltaba era ponerme los zapatos. Me dirigí al
armario y escudriñé su interior. “¿Dónde están los zapatos blancos de tacón?
Son los únicos que hacen juego con la camisa”.
Me puse muy nerviosa. Recordé que se los había prestado a mi
hermana. “Y ¿ahora qué?” El calzado que más se asemejaba eran las sandalias
color crema. Pero apenas tenían tacón. Los vaqueros me arrastrarían. Decidí
ponérmelos de todos modos. “Qué desastre”.
En ese momento sonó el timbre. En cuanto abrí la puerta, mi
amiga se abrazó a mí y sollozando me dijo:
—Nos han dado plantón. Óscar me ha llamado y me ha dicho que
no pueden quedar esta tarde. Nos han fallado.
En ese momento yo no sabía si reír o llorar. Opté por no
hacer ninguna de las dos cosas.
Nos fuimos al sofá y nos dejamos caer en él. Yo estaba
agotada. Cerré un momento los ojos y entonces se me ocurrió una idea. Miré a
Belén y muy entusiasmada le dije:
— ¿Qué tal si comemos algo, preparamos un pastel y paseando
se lo llevamos a mis abuelos?
Ella me miró y se le iluminó el rostro.
—Pero antes acomódate— continué — tengo que hacer una
llamada.
Que estrés de día que llevó esa chica para terminar haciendo realmente lo primero que quería hacer desde que se levantó, jajaja me ha encantado.
ResponderEliminarGracias. A veces puede llegar a ser de lo más estresante, el prepararse para según qué citas.
ResponderEliminarY planificarlo todo, a menudo no sale bien o, al menos, no como lo habíamos planeado.